Sus fabricantes de Newcastle (Reino Unido) lo diseñaron como un buque ideal para el servicio de cabotaje, pero el Cabo Machichaco ha pasado a la historia por algo bien distinto: protagonizar una de las mayores tragedias de la historia reciente de España, una catástrofe brutal que a finales del siglo XIX sacudió (literalmente) la ciudad de Santander y dejó una estela de muertos y caos. En un abrir y cerrar de ojos segó cientos de vidas, hirió a miles de personas, dañó decenas edificios y desató una mortífera lluvia metálica. Y sí, esto último también es literal.
Hay quien sostiene de hecho que sigue siendo la mayor catástrofe civil de la historia contemporánea de España, con un saldo de muertos, heridos y destrucción mayor que el del famoso accidente aéreo de Los Rodeos ocurrido en Tenerife casi ocho décadas y media más tarde y que acabó con la vida de 583 personas.
Cuando todo se complica
El desastre de Cabo Machichaco ocurrió en los muelles de Santander el 3 noviembre de 1893, pero (como ocurre a menudo con las desgracias) para entender sus causas hay que remontarse tiempo atrás y mirar a otras latitudes. Primero al astillero Schlesinger, Davis & Co de Newcastle, que es dónde le dieron forma hacia 1882 como un vapor con casco de hierro de 78,8 metros de eslora por 10,2 de manga. Después a Bilbao, el lugar en el que años más tarde, en 1893, prestaba servicio de cabotaje a las órdenes de la naviera sevillana Ybarra.
Allí, en Bilbao, la tripulación del Cabo Machichaco se encontró en noviembre de 1893 con un imprevisto que estaba afectando de lleno el tráfico marítimo y acabó alterando su viaje a Santander: un brote de cólera. A la postre ese pequeño detalle sería relevante porque las medidas sanitarias para frenarlo marcaron la salida del barco, le obligaron a someterse a una cuarentena al llegar a Cantabria, donde tuvo que fondear junto al lazareto de Pedrosa, y (lo más importante) marcó su carga.
Como recuerda Luis Jar Torre en un artículo sobre el desastre publicado en la Revista General de Marina, el vapor iba cebado con 1.616 toneladas de carga, entre la que se incluían sacos de harina, vino, papel, tabaco, madera y aceite, pero también materiales relacionados con la potente siderurgia vizcaína, incluidas casi 400 barras y flejes de hierro, hojalata, tuberías, cubos de metal y raíles. El cóctel del Cabo lo completaban 20 cascos de vidrio de ácido sulfúrico y explosivos.
Muchos explosivos.
Para ser más precisos, Jar Torre habla de 1.720 cajas de dinamita con un peso bruto de 51.5400 kilos. «Y aunque el explosivo no pasaría de 43 t era una cantidad cuatro veces superior a lo normal por haber faltado buque la semana anterior y, además, llevar la carga de dos líneas (Sevilla y Marsella)», detalla el oficial de la Armada. Una pequeña parte de esa dinamita, unas 20 cajas, tenían como destino Santander, pero la mayor parte debían continuar rumbo a Sevilla y Cartagena.
Nunca llegaron a completar su recorrido.
Si las circunstancias facilitaron que el Cabo Machichaco transportase más explosivos de lo normal, la laxitud de las autoridades locales acabaron de facilitar la desgracia. Aunque el Reglamento del Puerto de Santander obligaba a los buques con ese tipo de mercancía a descargar en muelles alejados o fondeados, con ayuda de gabarras, lo cierto es que la madrugada del 3 de noviembre de 1893 el Cabo atracó en pleno centro de la capital cántabra, en el muelle nº 1 de Maliaño.
Sobre las siete de la mañana el barco ya había atracado, más o menos una hora después los operarios empezaron a descargar mercancías y hacia el mediodía los trabajos ya estaban bien avanzados. Salvo por algún problema puntual con unas bobinas, la jornada avanzaba sin problemas, pero en torno a las dos de la tarde las cosas se torcieron de mala manera. ¿El motivo? Los operarios se dieron cuenta de que estaba saliendo humo de la bodega nº2, situada justo en la proa.
No se sabe exactamente qué desató el fuego. En su día se apuntó a una colilla mal apagada, pero en 1900 las autoridades no habían llegado aún a ninguna conclusión firme y con el paso de las décadas se han barajado otras opciones igual de factibles, como la rotura de uno de los 20 cascos que contenían el ácido sulfúrico.
Lo que sí sabemos con certeza es que los esfuerzos de la tripulación para sofocar las llamas sirvieron de poco. El fuego avanzó. El humo se volvió cada vez más visible. Y pasó todo lo que cabía esperar: acudieron las autoridades, acudieron los bomberos, acudieron marineros para echar una mano y acudió un enjambre de vecinos y curiosos atraídos por aquel buque en llamas en pleno Santander.
Y todo esto mientras el fuego avanzaba en un barco atestado de sustancias químicas, metales y toneladas de explosivos. Las crónicas cuentan que entre el público apilado en el muelle llegó a circular el rumor de que el Cabo almacenaba dinamita, lo que llevó a algunos a alejarse de la zona. Pero por poco tiempo. Hacia media tarde, mientras las autoridades buscaban la forma de evitar que el buque se fuera a pique, seguían las operaciones desde tierra unos 3.000 curiosos.
¿Por qué? Porque es difícil resistirse a un buen espectáculo. Y porque al fin y al cabo, fuese cierto o no que el barco contenía explosivos, las autoridades seguían reunidas en la zona sin que aquello pareciese importarles gran cosa. Confiaban en que la dinamita sería segura mientras no hubiese un detonador. De hecho no era el primer barco que ardía con una carga similar sin que se desatase una deflagración. Le había ocurrido ya años antes a otro barco muy similar al Cabo Machichaco, el Cabo San Antonio, que también sufrió un incendio en el mar.
Aquello fue un error.
Una temeridad.
Minutos antes de las cinco de la tarde, poco después de que empezasen a trabajar en los remaches del costado del barco, una parte de la carga del Cabo reventó. A lo grande. «Fue una especie de cañonazo de metralla disparado hacia el cielo, con la parte sumergida del buque haciendo de culata, sus costados de tubo, las escotillas de boca y los entrepuentes y su carga de proyectil», describe Jar Torre. No explotó toda la dinamita de las bodegas, pero fue suficiente para causar una catástrofe.
La violencia de la deflagración, su onda expansiva y la metralla que salió disparada fulminó a los oficiales, las autoridades, público y tripulantes de parte de las embarcaciones de la zona. El estallido desplazó toneladas de agua y fango, causó un violento temblor, dañó edificios y propulsó una lluvia de fragmentos que extendió en un radio de 700 metros, aunque algunos volaron varios kilómetros.
El balance resulta aterrador.
Jar Torre recuerda que 300 personas murieron en el acto, aunque ese balance acabó elevándose a 575 con el paso de los días. A ellos se sumaron entre 1.500 y 2.000 heridos y los cuantiosos daños causados por la deflagración. Se calcula que destruyó unos 60 edificios y otros 86 sufrieron estragos. En una ciudad de apenas 50.000 habitantes que acababa de perder de un plumazo a parte de sus bomberos, guardias, carabineros y autoridades civiles, los «proyectiles» en llamas dispersados durante la explosión provocaron incendios en varias viviendas del centro.
Un desastre.
Y por si las cifras no resultan chocantes de por sí, están los testimonios. Se cuenta que la deflagración fue tan violenta, tan rematadamente brutal, que en el recinto de la catedral de Santander, situada a más de 200 m de donde se situaba el barco, cayeron unas 60 vigas de 300 kilos. Como caída del cielo. Literalmente. Y no fue el único lugar de la comarca en el que llovieron fragmentos del defenestrado Cabo Machichaco y su cargamento de explosivos y material siderúrgico.
Un calabrote salió despedido y acabó aterrizando a ocho kilómetros de distancia, en Peñacastillo, donde mató a una persona. La explosión también catapultó el bastón del gobernador civil, que apareció en una playa a miles de metros de allí. Y un guardia aseguró haberse encontrado con una sorpresa macabra al examinar el tejado de un almacén de maderas localizado a dos kilómetros: un par de piernas.
La deflagración del 3 de noviembre de 1893 fue violenta, salvaje, pero curiosamente no fue la única protagonizada por el Cabo Machichaco. A pesar de la fuerza de la explosión, la popa del barco se hundió en la bahía con cientos de cajas de dinamita en la bodega, lo que con el paso de los meses se convirtió en un motivo de preocupación para las autoridades. Para solucionarlo decidieron recurrir a buzos y grúas, pero las cosas tampoco salieron como esperaban.
El 21 de marzo, casi cinco meses después de la primera explosión, parte de la dinamita del buque reventó mientras un buzo trabajaba en la bodega. El incidente sumó 15 cadáveres al trágico balance de muertes del Cabo Machichaco. Y como no hay dos sin tres, semanas después (el día 30) el buque volvió a protagonizar una nueva explosión, aunque controlada y con ayuda del cañonero Cóndor.
Fue el último acto de la tragedia de Cabo Machichaco, el protagonista involuntario e inesperado de una de las mayores tragedias de la historia de España.
Imágenes | Wikipedia 1 y Ayuntamiento de Santander
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La noticia
En 1893 Santander recibió un barco repleto de dinamita. Poco después tenía 600 muertos y una ciudad arrasada
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Carlos Prego
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