Blood: El juego olvidado con el que Monolith inventó casi todo lo que hoy nos flipa de los FPS

Blood: El juego olvidado con el que Monolith inventó casi todo lo que hoy nos flipa de los FPS

Warner Bros. acaba de cerrar Monolith, y aquí estamos todos, con cara de circunstancia, mirando al suelo, como cuando tu amigo te cuenta que ha vuelto con su ex por décima vez. Parece que esta gente tiene la guadaña lista para cortar estudios como quien corta ramas secas de un árbol. Adiós, juego de Wonder Woman; adiós, Monolith, padres de Sombras de Mordor. Y aquí viene lo mejor (o lo peor, depende cómo lo veas): a casi nadie parece importarle demasiado. Pero, amigos míos, debería importarnos, y mucho. Porque esta guadaña corporativa no solo se lleva por delante futuros proyectos, también borra del mapa la memoria histórica de estudios que cambiaron el videojuego para siempre. ¿No os lo creéis? Pues poneos cómodos, porque vamos a hablar de Blood.

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Blood es ese juego que, cada vez que lo mencionas, alguien frunce el ceño y dice algo como «Ah, sí, me suena, ¿no era como Doom, pero con vampiros?» Y tú respondes: «Claro, y El Señor de los Anillos va de un grupo de amigos que pasean un anillo por Nueva Zelanda». Blood no es simplemente un Doom con vampiros, zombies y dinamita voladora. Bueno, sí lo es, pero también es mucho más. Es uno de los FPS más inteligentes, avanzados e infravalorados de la historia. Y fue precisamente Monolith, ese estudio que Warner ha decidido enterrar como si fuera el cadáver de uno de los zombies que pueblan el juego, quien lo creó.

Corría el año 1997, y el género FPS ya tenía en su currículum joyas como Doom, Quake y Duke Nukem 3D. Parecía difícil aportar algo realmente fresco. Pero entonces apareció Blood, con su estética oscura, humor negrísimo y una violencia tan grotesca que haría que Quentin Tarantino pidiera una tila. Blood era un juego diseñado para ser brutal, sangriento y delirantemente divertido. Pero eso ya lo tenían otros. Lo que hacía realmente especial a Blood era su capacidad para convertir esa violencia en un ejercicio narrativo lleno de ironía, referencias pop y una ambientación que aún hoy es más original que el 90% de los FPS modernos.

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Lo primero que te enamoraba de Blood era la ambientación. Olvídate de bases espaciales llenas de demonios y monstruos sin personalidad. Aquí la inspiración venía directa del cine de terror de serie B, las películas de Hammer Films, los relatos pulp de Lovecraft, y ese humor negro y retorcido tan propio de Sam Raimi en Evil Dead. Caleb, el protagonista, era un pistolero oscuro, cínico y carismático, que disparaba frases lapidarias como balas. ¿Te suena familiar, verdad? Claro que sí, porque este tipo de protagonistas ácidos, sarcásticos y políticamente incorrectos los hemos visto después en decenas de juegos. Sin embargo, Caleb fue el primero en clavar la bandera de lo «cool» y lo irónico en medio del mar de testosterona exagerada y descerebrada de los shooters de los 90.

La genialidad de Blood no estaba solo en su humor o en sus armas extravagantes, sino en su narrativa ambiental

Y luego estaban las armas. ¡Ay, las armas! La mayoría de FPS modernos, desde Bioshock hasta Doom Eternal, presumen de tener armas originales. Pero Blood ya tenía un arsenal capaz de hacer que un jugador de Borderlands se echara a llorar de envidia. Dinamita con mecha que podías lanzar mientras reías como un psicópata, muñecos vudú capaces de hacer explotar enemigos desde dentro, aerosoles con mechero que convertían a los zombis en barbacoas andantes… Y luego, por supuesto, armas más clásicas como escopetas de doble cañón y ametralladoras Tommy Gun sacadas directamente de los años 20. Blood tenía la clase suficiente como para combinar lo clásico y lo absurdo con tal elegancia que aún hoy cuesta entender cómo Monolith logró equilibrar semejante arsenal sin caer en el ridículo más absoluto.

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La genialidad de Blood no estaba solo en su humor o en sus armas extravagantes, sino también en cómo Monolith manejaba la narrativa ambiental. Mucho antes de que Half-Life 2 nos enseñara cómo contar historias sin romper la cuarta pared, o de que Bioshock nos metiera en sus mundos distópicos, Blood ya ofrecía pequeños fragmentos narrativos en su entorno. Carteles viejos de circo que sugerían tragedias ocultas, cadáveres cuidadosamente colocados que contaban historias macabras sin decir una palabra, o referencias directas al cine clásico de terror esparcidas como guiños cómplices al jugador.

Sí, Blood estaba adelantado a su tiempo, y lo estaba de una manera tan escandalosa que parece increíble cómo ha podido caer en semejante olvido. Pregunta ahora mismo a diez jugadores qué saben de Blood, y probablemente nueve se encogerán de hombros. La culpa no es enteramente de esos jugadores, claro. El marketing manda, y en los 90 juegos como Doom y Duke Nukem se comieron el mercado y dejaron pocas migajas para los demás. Pero la industria debería hacer justicia y reconocer que, si hoy disfrutamos de juegos que combinan magistralmente acción, humor, violencia y una narrativa cuidada, es gracias a pioneros olvidados como Monolith.

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Por supuesto, no podemos dejar de hablar del diseño de niveles. Porque la auténtica genialidad de Blood no solo radicaba en explotar cabezas con dinamita ni en clavar alfileres en muñecos vudú. Su brillantez estaba también en la arquitectura misma de sus escenarios. Monolith creó algo que hoy nos parece tan obvio como la gravedad, pero que en los noventa era casi ciencia ficción: niveles diseñados para contar historias sin interrumpir la acción.

Y es que, si repasas Blood, te das cuenta de cómo cada nivel era una mini-película de terror autocontenida. Desde cementerios góticos donde podías imaginar perfectamente una escena sacada de una peli de Tim Burton pasada de revoluciones, hasta estaciones de tren abandonadas con ecos a western macabro. Monolith ya estaba experimentando con un lenguaje narrativo que luego veríamos perfeccionado en juegos como Half-Life o Bioshock, pero Blood lo hacía con menos pretensiones, más gamberrismo y un estilo irreverente que todavía resuena.

De hecho, Blood fue tan visionario que se adelantó a muchas cosas que ahora vemos como revolucionarias. Por ejemplo, la idea de romper la cuarta pared. Caleb, el protagonista, lanzaba constantemente guiños al jugador, conscientes y divertidos, rompiendo continuamente esa barrera entre jugador y juego. Hoy celebramos esta complicidad como algo brillante cuando Kojima o Deadpool lo hacen, pero nadie recuerda que Blood ya había hecho de romper la cuarta pared, casi una forma de arte macabra mucho antes.

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Y no nos olvidemos del gore, amigos míos. Hoy, con Doom Eternal y Mortal Kombat 1, creemos que hemos tocado techo con eso de la violencia gratuita y espectacular, pero ya en los noventa Blood nos dejó claro que matar enemigos no solo podía ser violento, también podía ser tremendamente creativo. ¿Qué otro juego te permitía usar una pistola de bengalas para convertir enemigos en antorchas vivientes mientras tarareabas canciones de heavy metal en tu cabeza? Monolith entendió que la violencia podía ser algo más que un adorno visual, podía ser el ingrediente clave para una experiencia catártica, divertida y genuinamente liberadora.

El destino de Monolith es un recordatorio triste, pero necesario

Pero todo esto parece haberse olvidado. Ahora que Warner Bros. ha bajado definitivamente la persiana de Monolith, resulta más importante que nunca recordar por qué este estudio merecía mejor suerte. Porque, siendo sinceros, lo que Monolith hizo con Blood es exactamente lo que cualquier estudio independiente sueña con hacer ahora: reinventar las reglas del juego y dejar una marca indeleble en la memoria colectiva.

Si alguien como Arkane Studios, creadores de Dishonored o Deathloop, hubiesen lanzado Blood hoy mismo, las redes sociales explotarían con artículos y vídeos alabando su innovación narrativa y su ambientación macabra. Pero como Blood llegó demasiado pronto, solo fue comprendido por unos pocos privilegiados que hoy formamos una especie de sociedad secreta, un club underground de fanáticos del terror gamberro. Y sí, estamos cabreados, porque la mayoría del público no entiende lo que se perdió.

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Es una ironía triste que hoy muchos jugadores conozcan a Monolith por Sombras de Mordor, olvidando que esa genialidad narrativa y creativa nació décadas atrás, cuando nadie estaba mirando. Warner ha decidido cerrar Monolith justo cuando estábamos esperando un nuevo golpe de genialidad con Wonder Woman, dejando al estudio enterrado junto con su historia, sus logros y sus enormes contribuciones al medio. No solo perdemos un juego, perdemos un legado.

El destino de Monolith es un recordatorio triste, pero necesario, de cómo la industria del videojuego a menudo recompensa más la conformidad que la innovación. Los estudios que arriesgan son castigados, olvidados o, peor aún, condenados a la irrelevancia hasta que el mercado olvida por completo sus aportaciones. Y si Blood quedó injustamente olvidado, ahora que Monolith ya no existe, quizá nunca se reconozca su influencia crucial.

Es tarea nuestra, como jugadores y como periodistas, reivindicar juegos así. Porque la industria avanza cuando se atreve, cuando prueba ideas radicalmente nuevas. Necesitamos más Monoliths, más Bloods, más estudios locos que inventen muñecos vudú como armas o protagonistas que suelten frases cínicas mientras revientan demonios a escopetazos. Necesitamos estudios valientes que nos enseñen que hay más caminos para contar historias que las cinemáticas eternas o las misiones repetitivas.

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Y mientras esperamos que la industria aprenda la lección, toca revisitar Blood. Toca jugarlo, apreciarlo, entenderlo desde la perspectiva actual. Porque Blood no ha envejecido mal: somos nosotros los que hemos envejecido peor. Ahora necesitamos recordarnos cómo era divertirse jugando sin complejos, sin análisis sesudos, simplemente disparando cabezas zombis porque sí. Quizá entonces podamos entender de verdad por qué Monolith era tan especial, y por qué es una pérdida enorme que Warner haya decidido cortarle las alas.

Blood no ha envejecido mal: nosotros hemos envejecido peor

Si de algo sirve la nostalgia, que sea para esto: para recordarnos que la grandeza en el videojuego no siempre llega con grandes campañas publicitarias ni presupuestos astronómicos. A veces, la grandeza se encuentra en la oscuridad, entre zombis, vampiros y humor negro, en juegos como Blood, que no temieron adelantarse a su tiempo y que lo pagaron muy caro en forma de olvido injusto.

Warner ha cerrado Monolith y con eso ha cerrado una puerta más hacia la innovación. Pero el legado queda ahí, esperando que alguien lo recoja. Blood seguirá existiendo para recordarnos que, mucho antes de Mordor, Monolith ya había descubierto cómo contar grandes historias disparando cartuchos de dinamita y haciendo explotar cabezas. Quizá algún día Warner entienda lo que ha perdido. O quizás no. Pero nosotros sí lo sabemos: Blood es demasiado bueno, demasiado importante y demasiado genial como para morir enterrado junto al estudio que lo hizo posible. Monolith: gracias por Blood. Nosotros no lo olvidaremos jamás.

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La noticia

Blood: El juego olvidado con el que Monolith inventó casi todo lo que hoy nos flipa de los FPS

fue publicada originalmente en

3DJuegos

por
Alfonso Gómez

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